En 1984, junto a otros miles de exiliados, regresó al país el periodista y escritor Rodolfo Terragno. Y lo hizo con un libro muy pequeño y sencillo, de tapa azul y letras plateadas, que llevaba un título no demasiado creativo: “Argentina, siglo XXI”. El libro fue un éxito de ventas pese a la simpleza de la idea que defendía.
Terragno sostenía que, por fuera de la coyuntura, la Argentina debía identificar un puñado de políticas de estado que, a largo plazo, le dieran nichos de alta competitividad a su economía. Y una de esas áreas centrales era, justamente, el desarrollo científico. Si el Estado daba las señales acertadas, el país tenía condiciones para convertirse, en un par de décadas, en una potencia. Para eso había que atraer investigadores, formar, convencer a los jóvenes de que era una salida tentadora y apasionante.
No le dieron bolilla. La Argentina de la transición democrática estaba atravesada por otras urgencias. Además, el pensamiento de izquierda era un tanto refractario a esas ideas, tan “de derecha”. ¿A quién se le ocurriría que la estrategia hacia el desarrollo podría depender de una alternativa que no fuera el juicio a los culpables de la dictadura y la distribución del ingreso? Incluso se publicó un libro con el título “La ilusión del progreso apolítico. Una respuesta a Rodolfo Terragno”. Allí se sostenía justamente eso: que el crecimiento sólo podía producirse con una transformación social. En realidad, en los últimos trescientos años, la verdad parece asistir a aquella tesis de Terragno: descubrimientos como la máquina de vapor, internet, o la ingeniería genética, especialmente en especies vegetales, no parecen “de izquierda” o “de derecha”, han sido generados todos, eso sí, en el capitalismo, y provocaron el momento de mayor riqueza de la historia humana.
Sea como fuere, por las razones más diversas, desde la izquierda se subestimaban esas ideas en la década del ochenta y desde la derecha se las descartaba en los noventa, cuando un superministro mandaba a los científicos a lavar los platos. Cuando, en el año 2003, el kirchnerismo comenzó un proceso virtuoso de estímulo a la ciencia y a los investigadores, ya habían pasado veinte años. Entre un punto y el otro se habían desarrollado internet, la telefonía celular, la vacuna contra el Sida, el glifosato, la siembra directa, la semilla transgénica, entre cientos de miles de pequeños inventos que transformarían dramáticamente el planeta. Y la Argentina se había puesto fuera de todo eso por una decisión boba de su dirigencia.
Con independencia de la opinión que cada cual tenga de lo que fue el kirchnerismo, el carácter positivo de su política científica está fuera de discusión. Esto no es una mera opinión sino un hecho probado, ya que hasta Mauricio Macri, cada vez que se lo preguntaron, durante años, la elogió. Eso fue a tal punto que el ministro de Ciencia de Cristina Fernandez, hecho realmente exótico, continuó en su cargo luego de la asunción de Macri. Parecía entonces que, al menos en un caso, la Argentina tendría política de Estado. Finalmente, el país apostaría a que, más allá de las ideas que defienda el ocupante de la Casa Rosada, algo no cambiaría: el estímulo a la ciencia.
Por eso fue especialmente sorprendente que en el diseño del presupuesto 2017 el monto destinado a la ciencia y la investigación recibiera un recorte muy sensible. Con cualquier parámetro que se tome –la evolución de la inflación o del dólar– el presupuesto científico quedará reducido, como mínimo, en un veinte por ciento de su valor real. Pero, además, luego de varios años en los que la cantidad de investigadores que ingresaba al Conicet crecía a un ritmo del diez por ciento, esta vez se anunció que caería el número de ingresantes, según como se calcule, entre un 40 y un 70 por ciento.
La decisión de recortar el presupuesto es muy agresiva por varias razones.
–El monto involucrado es muy alto para el área pero muy pequeño para el presupuesto nacional. Es decir, es un conflicto que se resuelve con muy poco dinero. Pero aun así, el Gobierno no cede.
–El dinero que se le quita a la ciencia es prácticamente similar a lo que se recaudaba con retenciones a las mineras. ¿Hay alguien que pueda explicar que la explotación minera es más importante para el desarrollo de un país que la formación de científicos? Es un caso, se trata de la búsqueda de dinero fácil por medio de una actividad extractiva de un recurso no renovable, es decir, que se agota en el tiempo. El otro consiste en la formación de una cultura que produzca hacia el infinito conocimientos que son muy valorados y rentables en el mundo. ¿Quién será el cráneo que jerarquizó la minería por sobre la ciencia? Probablemente tenga una formación del siglo XIX y no del siglo XXI.
–El tercer elemento por el que impacta la decisión es que el Gobierno creyó que pasaría el recorte sin demasiada resistencia. Como sucedió con el tarifazo del gas, creyeron que cometer brutalidades no genera costo político. Es así: se recorta el presupuesto científico luego de haber prometido lo contrario en campaña y pasa, como si tal cosa. Bueno, resulta que la sociedad argentina es un tanto más compleja y, como corresponde, lo está haciendo saber.
–El cuarto elemento es que los funcionarios, algunos de ellos altísimos, mienten cuando explican el problema. Toman una parte del presupuesto, la que aumentó, omiten las partes que disminuyeron y tratan de explicar que no hubo recorte. ¿Se puede ser tan ingenuo y pensar que eso no va a generar la reacción exacta que se quiere evitar, especialmente cuando la contraparte está compuesta por científicos?
Cuaquier funcionario que evaluara la situación con algo de idoneidad hubiera llegado a una conclusión similar: es, relativamente, poco dinero, genera un conficto de alto impacto, no conviene provocar con pequeñeces, tal vez al final del camino haya que ceder, luego de un conflicto desgastante, uno más. ¿Para qué hacerlo, entonces?
Tal vez habría sido preferible que, simplemente, no hubieran efectuado el recorte porque creían en lo que decían en campaña.
Pero, ya que eso, una vez más, no ocurre –lo que se dice en campaña no tiene nada que ver con las convicciones– al menos podrían haber defendido los propios intereses del Gobierno: no entrar en un conflicto, por poco dinero, que se puede perder.
Pero no.
Ni por convicción ni por autopreservación evitaron el callejón sin salida: entraron en él solitos, sin que nadie los empujara, con esa sonrisa un tanto insípida con la que, con demasiada frecuencia, intentan compensar los errores graves.
La solución que se plantea representa un alivio pero sólo temporario. Era una crisis evitable. Si la cúpula del poder político no cambia su manera de pensar, si no le aplica algo de pensamiento crítico, estos problemas se repetirán hasta el infinito y causarán daño innecesario al país, que ya de por sí está en una situación complicada, sin necesidad de agregarle la torpeza y la insensibilidad de aprendices.
La crisis por el presupuesto científico es apenas una más de las que agitaron a diversos ministerios durante este difícil año. Economía hizo pronósticos que nunca se cumplieron. Mes a mes, el mismo Gobierno se sorprendió con la lentitud del arranque de la obra pública. Cancillería se involucró innecesariamente en problemas ajenos, como la elección norteamericana. Energía diseñó de manera torpe e interesada el aumento de tarifas, a punto tal que fueron obligados a dar marcha atrás. La gestión en Salud ha sido tan mala que demoró la llegada de medicamentos a los sectores populares, tiene records de subejecución en programas de alto impacto popular, renunciaron cuadros en áreas clave como vacunación, Sida o mal de Chagas, hartos de que no llegara el material necesario para su trabajo. No es que la herencia haya sido sencilla. No es que no puedan dar vuelta la historia. Pero ante esta realidad, la idea del Dream Team, del mejor equipo de los últimos cincuenta años, parece difusa. Si éste existe, como mínimo, aun no ha desplegado su talento en toda su intensidad.
Por un momento, parecía que una política de estado se establecía de manera definitiva en la Argentina.
Pero esa esperanza, al final, siempre choca contra un grupo de necios que, simplemente, sin necesidad alguna, agarra el martillo y rompen aquello que empezaba a funcionar.
¿Cambiamos?
Sí.
Y en este caso, para mal.
Por Ernesto Tenembaum para Veintitres
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