G anada, perdida o empatada según desde donde se haga el balance, la década (larga) del kirchnerismo termina con un mérito incuestionable. Precisamente ese: haber llegado hasta su fin.
Por primera vez en la breve historia argentina moderna, un gobierno democrático que pilotea un ciclo de crecimiento económico con expansión sostenida del consumo masivo, aumento del salario real y reducción del desempleo no concluye abruptamente en medio de una crisis paralizante, un golpe de estado, una corrida bancaria o alguna combinación de ellos. No es algo menor, a la vista de las dramáticas transferencias de ingresos de pobres a ricos que se produjeron en cada uno de esos episodios. El sucesor de Cristina Kirchner no hereda una situación holgada y deberá encontrar alguna fuente de dólares frescos apenas asuma para evitar exigirle a la población sacrificios muy impopulares, aunque tampoco se asomará a precipicios sociales como los de 1989 o 2001, por no ir más atrás en el tiempo. Su aspiración será devolver el vigor a una industria que lleva dos años estancada, a un mercado laboral privado que acumula tres años sin crear empleos y a una actividad económica que requirió del “inflador” estatal –ProCreAr, Ahora 12, Progresar, créditos subsidiados y subas de jubilaciones y asignaciones por encima de la inflación– para sostenerse, cuidando el empate. Ruido electoral aparte, como veremos, el menú que ofrecen los candidatos con mayores chances no difiere demasiado.
El contexto internacional del próximo mandato presidencial será mucho más adverso que el de los últimos tres. El superciclo de las commodities es ya un recuerdo borroso. Brasil se vio forzado a devaluar y ajustarse por una fuga masiva de los mismos capitales golondrina que hace apenas un lustro lo colaron entre las cinco mayores economías del mundo. La Reserva Federal estadounidense está a punto de clausurar la era del crédito barato que inauguró para enfrentar la crisis de las hipotecas basura de 2008. Pero ese viento de frente tampoco es tan fuerte como el que llevó al crac de la convertibilidad. Ni los desequilibrios macroeconómicos son tan pronunciados como los que se llevaron puesto el “uno a uno” en medio del estallido de bronca popular de 2001 y la represión que vino a sofocarlo.
Lo concreto es que además de un par de decenas de miles de millones de dólares, al próximo presidente le hará falta cintura política para articular las expectativas más altas que tienen los trabajadores con las exigencias de los empresarios, nacionales y extranjeros, unidos tras el reclamo de una recomposición de su tasa de ganancia local. Será un choque de nuevas subjetividades políticas, con actores sociales también nuevos, que se librará –entre otros– en el ring de la moneda.
El valor del peso es el fiel de una balanza cuyo equilibrio ya todos descubrimos demasiado inestable. De ahí que la devaluación sea el eje casi exclusivo del debate económico de la campaña, aunque los candidatos juren y perjuren que no la aplicarán, y la propia Cristina la haya borrado del menú de opciones para su retirada, tras haberla probado accidentadamente en febrero del año pasado.
Sin dólares nadie va al paraíso
La discusión sobre la devaluación –y accesoriamente, sobre el “cepo” y las barreras para importar– eclipsó otras más estructurales en la carrera por el sillón de Rivadavia. Consumió muchos más segundos de aire y caracteres en la prensa que el deterioro de la educación pública reflejado en el aumento de la matrícula de las escuelas privadas, la falta de una vivienda adecuada que sufren más de tres millones de argentinos o la desigualdad de ingresos que se redujo entre 2003 y 2011 pero se mantiene muy por encima de sus registros predictadura, por citar solo algunos ejemplos. También obturó debates sobre extractivismo, energía, uso del suelo y especialización, todos pendientes tras una década de crecimiento vertiginoso durante la cual no logramos complejizar la estructura productiva ni superar la histórica dependencia fabril de los insumos y máquinas importados.
No es casual que se le haya dado tal relevancia al asunto, porque un salto en el precio del dólar suele repercutir sobre todos los demás precios de la economía. Incluyendo la relación entre salarios y ganancias empresarias, la variable sobre la que realmente se discute. Y la que más conflicto promete.
¿Cuán inexorable es una devaluación estival como la que dan por segura empresarios y financistas, gane quien gane? ¿Se puede desmontar el control de cambios de la noche a la mañana? ¿Hace falta devaluar y salir del cepo para volver a crecer como en los primeros años del kirchnerismo? ¿Y para avanzar en una agenda más ambiciosa, que incluya diversificar la producción, aumentar la productividad y mejorar la calidad del empleo?
Para responder esas preguntas, lo primero es borrar una fantasía que parece haber quedado atrás en la primera etapa de la campaña electoral: la “continuidad”. Si hay algo que con certeza no puede mantenerse en 2016 es el rumbo de 2015. Las cuentas externas solo cerrarán este año gracias a los 11 mil millones de dólares del swap con China, que vinieron a reforzar las reservas del Banco Central tras la negativa de la Corte Suprema estadounidense de tratar la apelación argentina de los fallos en primera y segunda instancias a favor de los fondos buitre.
Ese revés judicial, que forzó una cesación de pagos parcial de la deuda reestructurada en los canjes de 2005 y 2010, borroneó la hoja de ruta que había empezado a transitar el Gobierno en 2014 para volver a endeudarse en el mercado internacional y dejar la Casa Rosada con la economía creciendo a toda marcha. En ese plan se inscribían la indemnización a Repsol por las acciones expropiadas de YPF, el pacto con el Club de París para regularizar las deudas bilaterales con los países ricos y el pago de las sentencias del CIADI a favor de multinacionales que habían hecho juicios al Estado.
El intento postrero de “volver al mundo” que encaró Cristina tras su derrota en 2013 se mancó en el estrado del juez Thomas Griesa. Ese es el programa que intentará retomar quien la suceda el 10 de diciembre, con matices en la instrumentación según quien gane: la apertura de un nuevo ciclo de endeudamiento para cubrir el agujero que generaron desde 2011 la caída del precio de las commodities, la expansión del consumo de bienes y servicios importados y el rojo furioso del balance energético, consecuencia de los subsidios eléctricos a empresas y clases medias urbanas.
La sangría de reservas del Banco Central no deja margen para mucho más, salvo que se optara por un improbable avance expropiador de la administración entrante sobre el comercio exterior y/o la banca. Si bien el Central declara reservas por más de 33 mil millones de dólares, en ese monto ya se computan los 11 mil millones del swap chino, cerca de 2 mil millones en vencimientos de deuda impagos por las amenazas de embargo de Griesa (que habrá que cancelar apenas se produzca el anunciado arreglo con los litigantes) y una creciente deuda por los pagos “pisados” que el próximo inquilino de la Rosada deberá afrontar. Estos pagos son importaciones de productos que ya ingresaron al país y que no se abonaron, por un monto que nadie conoce con precisión pero que puede estimarse cruzando las importaciones informadas por el INDEC con las erogaciones que publica la autoridad monetaria. Solo por ese concepto hay un pasivo acumulado del orden de los 8.100 millones de dólares en el último año y medio, a lo que se agregan al menos otros 5 mil millones por utilidades que las multinacionales pidieron sin éxito remitir a sus casas matrices, un reclamo con el que seguramente insistirán cuando el próximo presidente intente seducirlas para que vuelvan a invertir acá.
¿Es posible evitar ese nuevo ciclo de endeudamiento devaluando el peso? ¿Conviene? La experiencia del salto de 6 a 8 pesos del dólar entre el 23 y 24 de enero de 2014 sugiere que no. La deva se trasladó íntegra a los precios, la inflación del año superó el 35 por ciento y el salario real sufrió su peor recorte en la era kirchnerista. Según CIFRA, el centro de estudios de la CTA oficialista que integraron varios actuales funcionarios del equipo de Axel Kicillof, esa pérdida de poder adquisitivo fue del 5 por ciento en promedio. Aunque, con grandes disparidades entre los gremios según su poder de fuego y su combatividad al negociar la última ronda de paritarias, es el mismo porcentaje que recién habrá recuperado el sueldo promedio cuando concluya 2015, gracias a la moderación inflacionaria que impuso este año el dólar anclado.
Soplar y hacer botella
Al mantener las tasas de interés y el ritmo de aumento del dólar por debajo de la inflación desde aquel salto de inicios de 2014, se profundizó un atraso cambiario que el kirchnerismo niega en público, pero que emerge prístino al observar los sucesivos récords de viajes al exterior y de consumos en divisas con tarjetas de crédito. Esas vacaciones baratas, como en la malhadada década del 90, tienen por contrapartida la pérdida de competitividad de las economías regionales y de los productores de bienes transables. A diferencia de aquel período de apertura indiscriminada, un torniquete aduanero protege el mercado interno para salvaguardar el empleo. Kicillof, desde Economía, y Alejandro Vanoli, desde el Banco Central, administran quirúrgicamente las divisas para cada giro al exterior, lo cual conjuró el peligro de arrasadoras avalanchas importadoras pero también obligó a reducir el ritmo de producción en ciertos rubros muy dependientes de insumos importados, como el automotor.
En definitiva, lo que tanto le sirvió al oficialismo para potenciar el caudal electoral de su candidato (y para agigantar su propia imagen dentro de unos años, en retrospectiva) también condicionará enormemente los primeros pasos de la administración entrante. El plan “mangazo” tiene una ventaja: la deuda pública en dólares en el mercado tocó un mínimo histórico del 12,1 por ciento del PBI el año pasado. La contracara de la menor liquidez del Central, que usó reservas para pagar deuda ante la imposibilidad de refinanciarla, es esa solvencia inédita que hace al Estado argentino tan atractivo como cliente para la banca internacional después del 10 de diciembre.
La mala noticia es que los prestamistas no financiarán al próximo gobierno a menos que ajuste algunas variables. Saben que Cristina se despide con una economía que solo sigue creciendo gracias al “inflador fiscal”. Que es el impulso del gasto público y las políticas estatales el que permitirá que la actividad repunte un 2 por ciento en su último año de gestión, un ritmo nada desdeñable en este contexto mundial. Pero también que los superávits gemelos, columna vertebral del primer kirchnerismo, se evaporaron. El déficit fiscal cerrará 2015 cerca del 6 por ciento del PBI y forzará un recorte de subsidios a las tarifas que agregará un par de puntos a la inflación del año próximo. Y ese rojo es irrelevante frente al de la cuenta corriente (comercio exterior, servicios e intereses), que arrojó un saldo negativo de 5.793 millones de dólares solo en el primer semestre del año, más que en todo 2013 y que en todo 2014.
manifiesto consumista
Bajo el kirchnerismo se amplió el “derecho a consumir”, lo cual elevó estructuralmente el salario en términos de Marx, entendido como aquellos bienes necesarios para que el trabajador y su familia reproduzcan su fuerza laboral. El bajo desempleo actúa como un dique de contención de ese salario, y cualquier intento de recomponer la tasa de ganancia empresaria requerirá, sí o sí, de una ola de despidos disciplinadora que socave el poder sindical en la pulseada. El problema es que, por falta de vocación inversora de una burguesía fallida siempre en fuga y por falta de incentivos para tal inversión, ese aumento del sueldo promedio no tuvo correlato en la productividad del trabajo. Es decir, en la capacidad de la economía de generar valor a partir del trabajo local. Otra dificultad: tal mejora relativa del salario elevó las necesidades de divisas, en la medida en que esa canasta de bienes considerados “necesarios” empezó a incluir celulares, acondicionadores de aire, autos y motos, todos con alto contenido importado. Detrás de ambos está el talón de Aquiles de la última década: la escasez de ahorro y de inversión.
A las puertas de un período de viento en contra, vale también preguntarse cuánto de esa “ampliación del derecho a consumir” implicó una transferencia patrimonial hacia los sectores desposeídos por las sucesivas crisis de la segunda mitad del siglo XX. Es decir, distinguir entre la distribución del ingreso y la socialización de la riqueza. Ese balance deja un regusto agridulce hasta entre los más indulgentes: la proporción de quienes alquilan, por caso, aumentó del 11 al 16 por ciento de los hogares. El mecanismo más tradicional mediante el cual se capitalizan los pobres y la clase media, el anhelado techo propio, aparece más lejano que nunca. La inflación hace que sea buen negocio financiar la compra de una licuadora o un auto, pero no de una vivienda.
Es demasiado por hacer como para sintetizarlo en el eslogan sciolista que propone “pasar del crecimiento al desarrollo”. Y el margen de maniobra se angosta. Pero no hay un estallido a la vista, y eso ya es un buen comienzo. Lo único que puede detonarlo es una disputa política en el seno de la nueva alianza gobernante que torne inviable el mix de ajuste, endeudamiento, devaluación, inversión y reconversión productiva que subyace como consenso indecible detrás de las plataformas que levantan los dos aspirantes a suceder a Cristina.
Por: Alejandro Bercovich para Revista Crisis
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