Los trabajadores recuperan un hotel. El presidente veta su derecho a administrarlo. Es la lucha de la esperanza contra el poder.
Y de repente a ese señor de la foto le dicen que no. Que trece años no valen para nada. Le dicen que “muy bien”, que “felicitaciones”, que ha sostenido usted un hotel en Avenida Callao y Corrientes, pero que nada, aquí estamos, a la espera de nuevos dueños.
El hombre, sin embargo, se siente dueño. Igual que aquella compañera de la lavandería. Igual que aquel otro de la cocina. Igual que el botones y el muchacho de la recepción. El Bauen, ese hotel cargado de esperanzas, le pertenece.
El hombre coloca el vaso en la mesa, mira la panera con un poco de desgano y piensa en arrojar un pancito negro como arma de resistencia a una ventana de la Casa Rosada. Ningún presidente tiene derecho a quitarle lo que es suyo. La propiedad colectiva se defiende con más vehemencia que la propiedad privada.
Recuperaron el hotel de las garras de un empresario tan abandónico como inescrupuloso. Cuando nadie, excepto unas pocas organizaciones de izquierda apoyaban su lucha, pusieron en pie a la mole de cemento. Fue hace trece años, cuando dieron lugar a un sueño y a un experimento colectivo: un hotel gestionado por sus trabajadores. Sostuvieron su trabajo y su pasión, su fe y su optimismo.
Hace menos de un mes consiguieron vía parlamentaria la expropiación definitiva. Se convirtieron, formalmente, en sus propietarios. El ‘soviet’ del Bauen mostraba una experiencia luminosa. Exhibía que, finalmente, era posible: que aunque se tratara de una isla, la propiedad colectiva no era una quimera. Ayer, sin embargo, sucedió lo impensado: el Presidente de la Nación rompió, a golpe de lapicera, la conquista histórica.
Los gobernantes no suelen confiar en las experiencias colectivas. Desconfían de la capacidad de gestión de los únicos que, en realidad, conocen cada rubro: los que trabajan en él. Para ellos, los ferroviarios no pueden manejar los trenes, los maestros no pueden dirigir las escuelas, los pilotos no pueden hacer funcionar la industria aérea. Y los recepcionistas, los botones, los mozos, los lavanderos, las camareras, no pueden manejar un hotel.
En los hoteles se amasan sueños y esperanzas. Algunos beben vino hasta desfallecer mientras otros, con más guita en el bolsillo, hacen negocios en sus buffets. En los hoteles se planifican revoluciones secretas y se urden planes de futuro. Sus habitaciones son testigos de amores tan fugaces como apasionados. Sus paredes hablan mil idiomas. Los hoteles son el espacio de lo pasajero. Un territorio habilitado para propios y extraños.
Puede haber hoteles sin dueños. No sin trabajadores. Para montar una casa de paso, solo es necesario trabajo y ayuda mutua.
Los trabajadores del Bauen sostienen la esperanza cada día. Hoy, como ayer, marcharán para hacer efectivo su derecho de propiedad. El presidente debería entenderlo. Su lapicera y sus vetos, no podrán más que ellos.
Fuente: La Vanguardia Digital
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