EL CUENTO CORTO DEL DOMINGO: Hoy Julio Cortázar

Distante espejo - Julio Cortázar
Sin embargo he acabado siempre por disuadirlos. Son buenas gentes y quisieran arrancarme de mi solitaria vida, llevarme a cines y cafés, inscribir en mi compañía inacabables vueltas a la plaza central.
Pero mis negativas —que oscilan entre el sonriente «no» y el silencio— han concluido con su solicitud, y desde hace cuatro años llevo aquí, en el mismo centro de la ciudad de Chivilcoy, una existencia silenciosa y retirada. 

Por eso, lo ocurrido el 15 de junio será escuchado con benevolencia por mis compueblanos, quienes sólo verán en ello la primera manifestación de una neurosis monomaníaca que mi vida — tan poco chivilcoyana— les hace barruntar. Tal vez estén en lo cierto; yo me limito a contar. Es un modo de transferir definitivamente al pasado, fijándolos, algunos acaecimientos que mi comprensión no alcanza sino exteriormente. Y luego, sería tonto negarlo, da para un bonito cuento.

Llevo en Chivilcoy lo que yo entiendo una vida de estudio (y sus habitantes, de encierro). Dicto por la mañana mis clases en la Escuela Normal, hasta mediodía o poco más; regreso, siguiendo siempre el mismo itinerario, hasta la casa de pensión de doña Micaela, almuerzo en compañía de algunos empleados de banco y me adscribo inmediatamente a mi habitación. Allí, iluminado por el sol que toda la tarde golpea las dos altas ventanas, preparo lecciones hasta las tres y media y a partir de ese momento me considero plenamente dueño de mí mismo. 

Puedo, en otros términos, estudiar a gusto; abro la Biblia de Lutero y estoy dos horas ingresando paso a paso en el alemán, regocijándome cuando soy capaz de leer un capítulo entero sin ayuda de mi Cipriano de Valera. Repentinamente abandono la tarea (hay exquisitos límites del interés que siento alzarse en mi inteligencia, y a ellos respondo sin tardanza), pongo agua a hervir a la vez que atiendo un boletín vespertino de Radio El Mundo, y cebo cuidadosamente mi mate en el pequeño jarro enlozado que me acompaña desde hace mucho. Todo ello constituye, para decirlo con el lenguaje de mis alumnos de la Escuela, un «recreo»; apenas agotado el placer del mate, ingreso con íntima complacencia en alguna otra lectura. 

Esto varía con el tiempo; en 1939 fueron las obras completas de Sigmund Freud; en 1940, novelas inglesas y americanas, poesía de Eluard y Saint John Perse; en 1941, Lewis Carroll (exhaustivamente), Kafka y unos libros indios de Fatone; en 1942, la historia de Grecia de Bury, las obras completas de Thomas de Quincey y una tremenda bibliografía acerca de Sandro Botticelli, además de doce novelas de Francis Carco emprendidas con el propósito eminente de perfeccionar el argot; por fin, en el presente año, estudio paralelamente una antología de moderna poesía angloamericana de Louis Untermeyer, la historia del Renacimiento en Italia de John Aldington Symonds y —absurda complacencia— la serie de los Césares romanos desde el héroe epónimo hasta el último capítulo de Anmiano Marcelino. 

Para esta tarea me traje — con la gentil aprobación de la bibliotecaria de la Escuela— Tácito, Suetonio, los escritores de la Historia Augusta y Marcelino. En el momento de escribir este relato he llegado a conocer en detalle la vida de los emperadores hasta Probo; pegada a la pared de mi habitación hay una gran hoja de cartulina y ahí registro uno por uno los nombres de aquellos romanos y las fechas de sus reinados. Procedimiento menos mnemotécnico que divertido, y que provoca (ya lo advertí regocijadamente) las sorprendidas miradas de las hijas de doña Micaela cada vez que vienen a asear mi cuarto.

«And such is our life». Agregaré, para ilustración total del ambiente en que me muevo, lo poco que resta de sus elementos: poemas en abrumadora cantidad (casi todos míos, ¡ay!), la quinta edición de Noticias gráficas, algunas diversiones nocturnas como los programas de la BBC y de KGEI (San Francisco), una botella de whisky Mountain Cream, un tablero de cartón donde arrojo diestramente un cortaplumas y establezco concursos con grandes premios que jamás gano; reproducciones de los cuadros de Gauguin, Van Gogh y Giotto, examinados con la misma falta de respeto de la enumeración precedente. 

Y algunas, muy pocas salidas al cine cuando por inexplicable equivocación la empresa local trae una película de René Clair, de Walt Disney, de Marcel Carné. Nadie me visita, como no sea un profesor que acude a veces y se extraña reiteradamente de mi salvajismo, y algunos exalumnos que descubrieron en mí un consultor afectuoso, acaso un posible pero indefinidamente postergado amigo.

Comprendo que mi relato ha guardado hasta ahora el exterior de un diario, manera elegante de someter comptes rendues a biógrafos futuros, pero era necesario acaso para que el posible lector se extrañe, como lo hice yo, de la rara sensación de encierro que me vino en la tarde del 15 de junio. Existe un mal que se denomina claustrofobia; yo creo ser inmune a él, no así a su contrario. Y con todo no conseguía cerrar el ambiente de lo que estaba leyendo, entender plenamente por qué llamó Cornelio a Pedro en el décimo capítulo de la Apostelgeschichte. 

Avancé penosamente, luchando contra un vacío interior, un deseo alocado de cerrar el libro y echarme a la calle, a otra parte fuera de mi habitación. Me debatía en ese combate durísimo del alma con el alma misma y renunciaba a proseguir la letra luterana —imposible entender esto, por otra parte tan simple: «Darum habe ich mich nicht geweigert zu kommen…», X, 29— cuando algo más fuerte que yo me puso el sombrero en la mano, y por primera vez en mucho tiempo abandoné mi cuarto y salí a pasearme por las asoleadas calles del pueblo.

Caminar sin rumbo es una de las cosas menos gratas para un espíritu que, como el mío, ama el orden y la eficiencia. El sol, sin embargo, me acariciaba la nuca con dedos dulcísimos; y había un aire con pájaros, una atmósfera propicia y bellas muchachas que me miraban sonriendo, extrañadas acaso de que yo parpadeara bajo esa luz enceguecedora de las cuatro. Anduve por calles familiares, historiando veredas y casas; la paz volvía a mí pero sin infundirme el deseo de retornar a mi cuarto del que me separaban ya muchas calles. 

Mi cuerpo volvía a sentir esa impresión exquisita —tantas veces gustada en las playas estivales— de disolverse bajo el sol, fundirse en el aire azul y tornarse incorpóreo, conservando sólo el poder de sentir lo tibio, lo celeste, lo cómodo. ¡Verano de vacaciones, definitivamente a mis espaldas y por cuánto tiempo! Pero esta tarde de otoño era un consuelo, casi una promesa; y me sentí livianamente alegre de haber salido, de abandonarme al demonio que así me arrancara de los textos sagrados.

Todo cambió al llegar a la esquina de Carlos Pellegrini y Rivadavia, ahí donde se alza el edificio del Banco de la Provincia. ¿Conoce alguien el estado Tupac-Amarú? Consiste en una diversión del alma y del cuerpo, en sentir el deseo de hacer una cosa y a la vez su contraria, de ir a la derecha y simultáneamente a la izquierda. Así, en la esquina del banco, proyectaba yo amablemente seguir hacia la plaza, bella y espaciosa plaza de Chivilcoy, cuando la rara atracción que ya me había desgajado de Cornelio y Pedro me proyectó, irresistible, por la calle Rivadavia que se alejaba sin remedio de la plaza. 

Y hube de seguir esa ruta fosca, abandonada de sol, dejando atrás los árboles y tanto hospitalario banco placero. Por un momento me negué pero la fuerza aniquilaba toda defensa; creo que me encogí de hombros —un gesto que mis amigas me reprochan con razón— y me dejé llevar, otra vez sintiendo la tibieza de la tarde y viendo a lo lejos cómo, vespertinamente, los bordes de las veredas empezaban a teñirse de fino violeta…

«Hombre, la casa de doña Emilia. ¿Y si entrara a saludarla?». Porque doña Emilia es una de mis pocas amigas en Chivilcoy. Dicta clases de idiomas en la Escuela, tiene la edad en que los sentimientos maternales superan toda pasión temporal, y me quiere mucho, quizá porque soy naturalmente simpático; alguna vez me había señalado su casa e invitado a tomar té, a lo que no accedí entonces. Pero esta tarde…

Cuando lo pensé otra vez mi dedo estaba ya apoyado en el timbre, oíase en el segundo patio un campanilleo agrio y violento, y me ponía yo a pensar a mitad del zaguán cuáles cosas diría a doña Emilia para justificar mi insólita visita. Explicarle que una fuerza Tupac-Amarú… imposible. La única solución era la burguesa: que pasaba por ahí, y se me ocurrió, etcétera. En tanto seguía esperando, pero nadie vino.

Toqué otra vez el timbre que debía oírse desde todas partes, incluso desde la vereda de enfrente. Entonces, mientras esperaba, hice una cosa horrible: avancé por el zaguán con toda libertad, y me metí en el living como si entrara en mi propia casa.

Como si…

Pero es que era mi casa. Lo intuí casi sin sorpresa, sólo con un pequeño escozor en la raíz del pelo. El living estaba amueblado exactamente como el de doña Micaela; y la puerta de la izquierda, la que sin duda daba a una sala, era mi puerta, la que comunicaba con mi habitación.

Permanecí parado delante de la puerta, sobrándome un pequeño resto de independencia como para proyectar la fuga inmediata; y entonces oí que tosían en el interior de la pieza.

Pasó lo mismo que con el timbre; la mano estuvo antes que la voluntad. El picaporte, tan familiar, cedió a la presión y logré acceso a la sala. Pero no era una sala sino mi cuarto de trabajo. Entera y absolutamente mi cuarto de trabajo. Tan entera y absolutamente que, para darle la perfección total, estaba yo sentado ante la mesa leyendo la Biblia de Lutero puesta en su atril de madera. Yo, vestido con la vieja robe a rayas azules y las pantuflas de abrigo que mi madre me regaló ese otoño.

Alcancé a pensar una cosa, lo confesaré con toda franqueza a pesar de su ribete literario y algo defensivo. «Por Dios, esto es LE HORLA. Ahora tendremos que dialogar, etcétera». Y con dicho pensamiento terminó mi papel activo; fui ya una cosa inmóvil parada junto a la puerta, asistente al desarrollo de una escena cotidiana, en espectador atento, sin miedo por exceso de horror.

Me vi consultar el diccionario de Pfohl y mi propia voz —cambiada como en los discos— entonó majestuosamente los versículos de la Biblia. Cornelio llamaba a Pedro en sonoro alemán y éste, después de una gastronómica visión, acudía a casa de su huésped predicando la palabra del Señor; todo eso, que quedara inconcluso al salir de mi casa allá en lo de doña Micaela, proseguía ahora sin interrupción. De pronto me vi abandonar el libro, encender el receptor de radio; crucé al lado mío, puse la pava de agua a calentar, y cuando de la radio brotó una canción incaica la silbé amablemente, remedando bastante bien la modulación norteña ad hoc. Todo esto sin reparar en mi presencia, sin concederme una sola mirada —no era LE HORLA gracias a Dios—, en un todo abstraído por el ritual del mate dulce y la música; o bien con la indiferencia con que se soslaya la propia imagen al pasar frente a un espejo. 

Hube de escuchar que los bombarderos Liberator habían arrasado la isla de Pantelleria, que el rey Jorge estaba en África, donde los soldados al descubrirlo le cantaron For he’s a jolly good fellow, y que el general Pedro Pablo Ramírez estaba dispuesto a no permitir la especulación con artículos de primera necesidad. Era ya casi de noche, encendí la luz; puse el sillón al lado de la mesa, busqué el primer tomo de Renaissance in Italy de Symonds, me engolfé en la lectura, sonriendo aquí y allá, haciendo anotaciones, protestando de pronto con vehemencia, otras veces adhiriendo con manifiesta complacencia a las ideas del autor. Y de pronto —porque a esa hora suelo sentir yo henchida la vejiga— puse el libro sobre la mesa, crucé al lado mío y salí de la habitación. El actor abandonaba la escena; el espectador tuvo coraje para hacer lo mismo, pero rumbo a la calle y como loco, recuperada repentinamente la conciencia de ese riguroso imposible.

Por fin —y sólo yo sé lo que tan hermética connotación significa— volví a mi casa. Era hora de cenar y quise ir a decirle a mi bondadosa dueña que prescindiría esa noche de su asado de tira y su fresca lechuga. Doña Micaela me consideró atentamente y anunció luego que yo estaba muy pálido.

—Hace mucho frío en la calle —dije vanamente—. Voy a acostarme en seguida. Hasta mañana.

Cuando cruzaba los patios, una de las chicas entraba quejándose de que afuera hacía calor húmedo; bajé la cabeza, volví a mi cuarto.

Todo estaba como siempre; hallé mi Biblia en la página donde la dejara por la tarde, el lápiz al lado, el diccionario de Pfohl. Junto a él un tomito con los poemas de Hugo von Hofmannsthal que empezaba a descifrar lentamente. Era el ambiente cotidiano, tibio y cómodo, dispuesto por mi capricho y mis costumbres.

Incapaz de reflexionar serenamente, busqué unos sellos de Embutal, bebí agua y aderecé una taza de tilo. Eran ya las diez y no me decidía a acostarme, seguro del insomnio, del prestigio tremendo de una oscuridad y un silencio en tales circunstancias. Recuerdo haber estado horas y horas sentado ante mi escritorio, y que me sorprendí grabando mis iniciales en su madera con un cortaplumas (el de los concursos de tiro al cartón), pensando entretanto en nada, que es la más horrible forma de pensar. Me miraba a mí mismo arrancando trocitos de madera, perfilando torpemente una G y una M. Después vino el amanecer y me recordó que tenía clase a las nueve; me tiré vestido en la cama y dormí como un lirón, apreciando al despertar la profunda belleza de ese manido lugar común.

Por la tarde (cómo enseñé a los chicos la geografía de Holanda y la tetrarquía de Diocleciano será un eterno misterio para mí y, lo temo, para ellos), por la tarde hice lo que toda persona en mi lugar: ir a casa de doña Emilia sin perder un minuto.

Cuando puse el índice en el timbre advertí la profunda diferencia entre ese acto y el análogo del día anterior; obraba ahora fríamente, seguro de mis movimientos y dispuesto a desvelar el enigma, si de algo tan simple como un enigma se trataba. ¿Qué podía decirle a mi amiga? La naturaleza de la investigación iba más allá de un mero interrogatorio; transcendía de lo normal, aquello que según doña Emilia y todo Chivilcoy es lo cierto y aceptable. Había salido de casa sin reflexionar en la conducta a seguir; sólo recuerdo que me eché la Browning al bolsillo; y el que me explique para qué, me prestará un señalado servicio.

La bondadosa fisonomía de doña Emilia me sonrió desde el living. Que pasara, que era un placer, yo siempre tan perdido; tenía tanto gusto de verme por su casa, que entrara como en la mía (y yo me estremecí involuntariamente); perdón por la vestimenta, pero era tan temprano, y además… Casi no oía yo las frases; apenas franqueé el zaguán y estuve en el living, estrechando la mano de mi amiga, miré hacia la izquierda en procura de la puerta. Y la vi, ciertamente, pero no una puerta como la de mi habitación sino más ancha y maciza, con gruesas cortinas de macramé entre los vidrios y los postigos interiores.

—Es la sala —dijo doña Emilia, un poco sorprendida por mi examen y mi silencio

—. Pasemos, si quiere.

Alcancé a balbucear algunas preguntas civiles; el esposo, los nietos que vivían con ella… Pero ya abría doña Emilia la puerta y fue la primera en entrar en la sala. Pensé: «Ahora va a encontrarme allí y soltará un alarido». Como no hubo nada, entré a mi vez.

Era una linda sala burguesa con empapelado a rombos cereza, frutos vagamente subtropicales, una consola Regencia, cuadros de familia, un busto de Voltaire y, más lejos, una gran mesa escritorio de patas torneadas, verdaderamente hermosa.

—Aquí trabajo a veces —me dijo doña Emilia ofreciéndome asiento—. Pero es un lugar frío, desapacible, de manera que corrijo deberes y preparo lecciones en el dormitorio de mi hija mayor, que tiene mejor luz. Aquí vienen mis nietitos a jugar… ¡Viera el trabajo que da impedirles que rompan algo!

A mí me estaba naciendo una especie de felicidad que ascendía desde los zapatos, las piernas, me caminaba por el plexo y venía a proclamarse, maravillosamente, en el corazón y los pulmones. Debí suspirar con alivio y decir algo acerca del moblaje y los cuadros, porque doña Emilia se lanzó a explicar la razón de cada vetusta fotografía. Lares y penates desfilaron por su fluida charla; yo me dejaba envolver en la felicidad de la comprobación, de saber que aquello había sido fantasía, capricho de alucinado, que debería dejar el whisky y los bromuros por un tiempo, hacer una cura de reposo y salvarme de esas pesadillas absurdas. Porque nada había en esa sala que pudiera recordarme mi habitación y mi persona; porque todo era como un vasto perdón de tanto desvarío. Porque…

—… porque ayer —decía doña Emilia— estuve todo el día en el campo, viendo las crías de conejos de la granja. Los conejos de Flandes, usted sabe… Ayer. Doña Emilia había estado todo el día en el campo. Viendo las crías de conejos. Al borde de la salvación sentí que una mano de hielo me tomaba poco a poco de la nuca y me echaba hacia atrás, hacia lo otro. Y justamente en ese momento cortó doña Emilia su charla con un débil e indignado chillido. Miraba hacia la hermosa mesa escritorio, desoladamente.

—¡Los chicos! —gimió, uniendo las manos—. ¡Yo sabía que acabarían por estropearla!

Me incliné sobre la mesa. A un costado, casi en el borde, alguien se había entretenido en grabar letras con un objeto cortante. Las letras estaban caprichosamente enlazadas pero se podía distinguir una G y una M; no era un trabajo habilidoso sino el pasatiempo de alguien que está distraído, ausente de lo que hace, y emplea en esa forma un cortaplumas que le sobra en la mano.
Fuente: http://zonaliteratura.com/

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