En estos días varias notas discutieron la lista de los cuarenta y ocho –48– escritores que el gobierno argentino llevará al Salón del Libro de París el mes próximo. Se le reprochaban ciertas omisiones -entre las cuales, supuestamente, yo- y algunas inclusiones.
Yo, aunque hacía tiempo que sabía del asunto, no había hablado de él, pero me preguntaron y tampoco quise negarme a contestar. Quiero aclarar un par de cosas.
Para empezar, la más cercana. Me da igual que me inviten a Francia. Vivo en Barcelona, a 39 euros de los aeropuertos de París, adonde voy, en promedio, cada dos meses. Presentación de un libro, entrevistas, una mesa redonda, visita a mi familia: las excusas abundan. Por suerte tampoco me interesa la supuesta promoción que estos festivales proveen: mi última novela en francés, Living, salió hace cuatro meses y ya está programada la publicación de las próximas dos. Es evidente que nada de esto importa; solo lo digo para decir que si hay algo que no necesito es que el gobierno argentino me invite a ningún lado –y menos a París. Y, además, mi natural misántropo hizo que, hace unos meses, cuando me dijeron que estaba en esa primera lista de invitados, me preocupara mucho la idea de pasar tiempo con algunos de ellos. Me tranquilizó enterarme de que algún funcionario me tachó: me alegra no haber sido invitado nunca a ninguna parte por un gobierno argentino, y preferiría no empezar ahora.
Para seguir, las generales. No creo que haya criterios indiscutibles para elegir escritores: en toda lista todos encontraremos ausencias discutibles. En esta delegación, como en cualquiera, hay buenos escritores y pésimos escritores, escritores mediocres y escritores mediocres, escritores que escriben y escritores que todavía no escriben y escritores que no escribieron nunca, escritores que nunca hicieron una reverencia y escritores que nunca hicieron sino reverencias. No creo que podamos ponernos de acuerdo en cuestiones de calidad literaria ni creo que pueda haber, como pidieron por ahí, criterios democráticos para esta selección: la gran ventaja de la literatura sobre la política es que nadie pretende juzgarla por mayoría simple. Creo, por eso, que cada institución tiene el derecho de invitar a este tipo de eventos a quien se le cante. Y utilizar para eso los criterios que considere apropiados. Pero debe hacerse cargo de esos criterios. Aquí lo que se ve es una presencia significativa de escritores que apoyan públicamente al gobierno –y/o viven de él– y una ausencia igualmente significativa de escritores que lo critican.
Por eso la única conclusión interesante es la que ya sabíamos: que cuando debe convocar especialistas, el criterio principal de este gobierno argentino consiste en juzgar su lealtad –o, al menos, inocuidad– política. Es lo mismo que hace en la mayoría de las áreas que maneja: Aerolíneas, los trenes, la economía, las relaciones exteriores, el comité de selección de murgas, el país.
O sea, más en general: hay un sector en el poder que no consigue pensar más allá de sus narices rojas. Que, en principio, no consigue entender o aceptar que le convendría dar espacios a gente que lo critica, como para decir que es amplio y tolerante y no entregar un flanco tan barato a la crítica fácil. Pero que, sobre todo, no consigue entender o aceptar que su papel no consiste en mostrar que es amplio y tolerante sino en desechar el criterio de lealtad política –y evaluar los méritos y la eficacia de quienes convoca. Y eso porque no consigue entender o aceptar que su papel en el manejo del Estado no consiste en tratar de conservarlo sino en garantizar ciertos resultados –en este caso, uno muy menor: la difusión en Francia de un abanico amplio de lo que se escribe en el país. Y que, por eso, desperdicia mucha plata, cada oportunidad.
Que lo haga con el Salón del Libro de París, de últimas, no le importa a nadie. Que lo haya hecho con la Argentina es lo que ya le cuesta toda esta bronca, todo este desprecio. Y, a todos, esta cuesta abajo.
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