Camilo Blajaquis el filósofo tumbero

César González, más conocido por su seudónimo, “Camilo Blajaquis”, acaba de recibir la libertad definitiva después de haber estado preso desde los 16 hasta los veinte años por secuestro extorsivo. En la cárcel se hizo poeta. Publicó dos libros, fundó una revista, tiene un programa de televisión y dicta talleres literarios. Aquí, una crónica sobre su vida.


Los tipos entraron a la casa. Nadie los había invitado. Tiraron la puerta de chapa abajo.
De fondo se escuchaba un helicóptero. Patearon sillas, pisaron juguetes.
— ¿Qué tiene ahí señora? –dijo uno, que miró la cuna en medio del comedor.
—Es mi bebé. Por favor no lo toque –contestó la madre.
—No le creo –fue la respuesta.
Y no le creyó. Con el arma larga corrió la sábana y dio vuelta el cuerpo. Si, era su bebé. Pero no era a quien venían a buscar. Buscaban a su hermano de 16 años y al que le seguía de 14.
— ¿Ustedes son policías? Porque se tienen que identificar –les dijo la madre a los hombres con pasamontañas.
 Ninguno contestó. No hubo tiempo para la presentación, del comedor se fueron directamente al cuarto. Tampoco había mucho para recorrer: dos ambientes pequeños bajo un techo de chapa, entre paredes de ladrillo y madera. En la habitación, junto a sus cinco hermanos, estaba acostado César González, uno de los que buscaban. Estaba recién venido del hospital, con muletas y cuatro balas en las piernas.
—Por favor no lo tiren al suelo. No puede caminar sin muletas –les pidió Nazarena.
Al suelo lo tiraron nomás.
Ese día César cayó preso y su hermano Leonardo también. Por la edad de cada uno, terminaron en distintos institutos de menores. En ese momento, para algunos, empezó una pesadilla y para otros se hizo justicia.

 Para César, ese día fue el principio de algo. El aún no sabía de qué.
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“Abandono el hábito innecesario de todos los días
para masturbarme con la fragancia a revista
que tienen las estatuas de mujeres que viven dentro de mi pared”.
—Nada por aquí. Nada por allá.
El mago Patricio “Merok” Montesano hacía desaparecer una moneda. Esa moneda no estaba en una mano, no estaba en la otra. Aparecía detrás de la oreja de uno de sus alumnos del curso de magia. Alto y flaco, el mago era amante de la lectura, cariñoso, contador de chistes y de todo lo que se le viniera a la mente.

“El aturdimiento se toma una siesta, mientras cuatro botas se fuman un cigarro
mirando el encierro desde abajo de una baldosa.
Una escoba escapada del geriátrico recolecta los cuerpos de las cucarachas caídas en el combate de ayer frente al veneno y se corre el rumor de una posible venganza de las ratas anfibias adictas al agua podrida”.
—Chicos, ¿ustedes conocen al Che? 
El mago, entre truco y truco, les hablaba de Nietzsche, Marx, Foucault, Walsh y el Che. Casi ninguno de sus alumnos conocía al Che Guevara. Se lo confundían con Bob Marley. Al principio, cuando llegaba a la institución, pocos bajaban a su clase. Hasta que él decidió subir al pabellón. Si bien le ponía el cuerpo a la situación, había algo que no podía hacer desaparecer: el encierro. Sus alumnos no eran libres, eran chicos del Instituto de Menores General Manuel Belgrano, ubicado en el barrio de Once.
Uno de ellos era César González, aquel joven flaco, moreno y con tatuajes detenido esa fría noche de mayo de 2005 por robo y secuestro extorsivo. Ya hacía algunos meses que estaba preso. Había caído por hacer el llamado para pedir el rescate de un empresario brasilero que tenían secuestrado en el barrio Carlos Gardel, donde nació y vivió toda su vida. Días atrás había salido del hospital por seis tiros que le había pegado la policía en todo el cuerpo tras una persecución por un robo de un auto en Ramos Mejía. Cuatro de ellos habían sido en las piernas, por eso le decían “el rengo”. Pero esa no era su única particularidad, era conocido por su fama de “rocho”: un delincuente piola.
“La voz afónica de un pájaro insensible me recuerda al sabor que tiene caminar con las manos sobre un precipicio con los ojos vendados y los pies atados. Aunque podría sonreir si la humedad de las ventanas emanara cianuro exterminador de dispositivos controladores
o si una ráfaga de cumbia colombiana sepultara para siempre el vicio de quemar con agua hirviendo la espalda de la ignorancia”.

—Andate con tus fantasías revolucionarias a otro lado. Me quedan cuatro años acá dentro.
César echó al mago Patricio. Esa tarde estaba sancionado en una celda de castigo. Cinco, seis compañeros le habían pegado. Había sido una golpiza fuerte. Pero Patricio no se rindió, insistió. A lo largo de varias visitas, le fue pasando libros entre los barrotes. Uno era Operación Masacre de Rodolfo Walsh, le llamó la atención y lo agarró. Después siguió agarrando varios más. Empezó a escribir y también a recibir moretones, fracturas y más castigos. Los guardias se ensañaban con él ya no por “rocho” sino por culto: leer y escribir, en el Belgrano, era pecado.
Cuando César comenzaba a salir de su encierro interno, Merok ya no era más Merok. Después de un año y medio, lo habían echado del instituto por abrazar a los chicos y contenerlos. Para ese entonces su relación con César ya era amistad: lo iba a visitar todos los miércoles y domingos. César a muchos de esos encuentros llegaba desfigurado. Le seguían pegando y, si bien la magia ya era parte del pasado, César sorprendería a su maestro –y a muchos otros dentro del penal- con un gran truco: se transformaría a sí mismo. Se convertiría en Camilo Blajaquis. Un poeta.
“Hasta que esa madrugada llegue, me voy a refugiar adentro de un termo con la esperanza de un condenado a cadena perpetua y la conciencia de la nariz de un sicario.
 A lo lejos, ya se escucha la marcha del orgullo berretín y tan sólo a 9000 kilómetros el grito de auxilio de las sirenas vigilantes”.
Camilo Blajaquis
 (Octubre 2008, Devoto)
La historia de César continúa con golpizas, libros, traslados y más traslados. Después del Belgrano, lo llevaron al Instituto de Máxima Seguridad Luis Agote en Palermo, donde había alrededor de treinta jóvenes de más de 17 años y casos muy complicados. César era uno de los complicados. Ya hacía tres años que estaba preso.
Lo volvieron a trasladar en la navidad del 2008, pero como César ya tenía 19 terminó en el módulo 4 de Ezeiza. Esto sucedió porque los menores en el país, al cumplir los 18 años, dejan de estar alojados en institutos de menores, para pasar a complejos de jóvenes adultos. Según la Procuración Penitenciaria de la Nación, se calcula que hay alrededor de 600 jóvenes detenidos en dichos complejos. La mayoría suelen ser pobres y están presos por robo. El trato que se les brinda en cautiverio es bastante militarizado: encierros en celdas de dos por dos, golpizas, fracturas y hasta inyecciones si tienen “brotes sicóticos”.
El traslado a Ezeiza fue el peor de su historia, le rompieron más libros que nunca, sólo su madre podía visitarlo y estaba mucho más lejos de su barrio: Carlos Gardel en Morón, al oeste de la provincia de Buenos Aires.
 Luego terminó en la Residencia Sánchez Picado, en Devoto, de puertas abiertas. Aunque a César lo tenían encerrado. En una de sus primeras salidas transitorias, en diciembre de 2009, se descontroló. Tiró tiros al aire y se puso en duda su libertad. Recién al mes siguiente, ya con una resaca que lo había hecho reflexionar, quedó en libertad condicional.
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 — Yo creo que el problema de Cesar empezó cuando quería tener lo que tenían todos: el conjunto Addidas, la última zapatilla. Aunque sea un peso en el bolsillo, que yo no se lo podía dar.
Eso opina Nazarena, la madre de César, que no es la misma que antes. Lo tuvo a César cuando tenía 16, al poco tiempo cayó presa y los niños iban a visitarla. Sabe que cometió errores, pero también sabe que fue madurando.
—Nunca estuve a favor de lo que hizo César. Fueron tiempos terribles. Él cayó primero con 14 años y salió, a los meses, profesionalizado; salió peor.
Nazarena está en su nueva casa de Carlos Gardel, un barrio donde “villa” se convirtió en mala palabra, gracias la mejora en la calidad de vida de sus vecinos, producto de los planes estatales de urbanización. Desde ahí habla la mamá de César, mientras su hijo no está.
 —A él no lo recuperó ni la cárcel, ni el servicio penitenciario, ni los psicólogos, ni los psiquíatras o asistentes sociales; lo rescató Pato. Hoy por hoy, doy gracias que haya caído preso, si no nunca lo hubiera conocido. Pienso eso, aunque César se enoje.
A los pocos meses de salir de la cárcel (mediados de enero de 2010) César se convirtió en una figura mediática. Salió en los diarios, la radio y la televisión. Allí explicaba que su pseudónimo era en honor al líder revolucionario cubano, Camilo Cienfuegos y al peronista Domingo Blajaquis, entre muchas cosas. Pero, sobre todo, explicaba que el mundo de la villa era un mundo excluido y que él quería ayudar a cambiar algo de eso. En los años posteriores, su tarea comunitaria e intelectual no paró un segundo. Un día en la vida de él equivalía a un mes entero en la vida de cualquiera.
Continuó con la publicación de la revista ¿Todo Piola?, que nació mientras él estaba en cautiverio; editó los libros La venganza del cordero atado (2010) y Crónica de una libertad condicional (2011); comenzó a coordinar un taller de literatura para jóvenes del barrio Carlos Gardel y ahora conduce “Alegría y dignidad” por Canal Encuentro, un programa que relata historias de vida como la de él.
— No soy el estereotipo del pibe chorro recuperado. Ni el malo que ahora es bueno. Si no que soy un pibe que escribe y que por eso sigo escribiendo. No me considero un ejemplo. Simplemente soy una demostración de que al final se puede y nadie sabe lo que puede el cuerpo. Parecía que mi cuerpo sólo sabía recibir balazos, requisas, drogarse y agachar la cabeza con mi psicólogo y juez. Pero el cuerpo puede otra cosa.

Eso explica César con convicción, a seis años de aquella fría noche en que lo llevaron preso.

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