En febrero de 2012, Leonardo Menghini dudaba sobre si seguir o no siendo abogado. Los Menghini suelen decir que son "músicos que se dedican a otra cosa" y él evaluaba seriamente la posibilidad de entregarse full time a su verdadera vocación.
La tragedia de Once cambió su vida. No solo porque entre esos hierros retorcidos murió su sobrino Lucas sino porque, cuando todavía no se habían repuesto del shock, su hermano Paolo y su ex cuñada, María Luján Rey, le pidieron que se especializara en derecho penal y los representara en el juicio que se venía: "No tenemos dinero para pagar un abogado y no confiamos en nadie". Leonardo no lo dudó. La música debería esperar.
Pasaron cinco años y medio. El jueves, finalmente, se enteró que los culpables de la tragedia irían presos. Estaba solo, con su mujer y Josefina, su beba de un año.
-Te felicito- le dijo ella.
A él se le aguaron un poco los ojos.
-Mejor alcanzame el vino.
Al rato, empezó a recibir mensajes de las 50 familias que representó en estos años y ahí sí, la emoción no lo soltó. "Las víctimas de Once eran todos laburantes. Sus familias son pobres. Y no les molesta eso, porque siempre lo fueron. Pero, encima, que la corrupción les mate un hijo, y que nadie pague por eso, era una idea insoportable. No pueden creer que, por una vez, la Justicia haya jugado para el lado de ellos", explicó.
Entre la tragedia y el veredicto, Leonardo Menghini debió enfrentar, casi sin equipo y con muy pocos recursos, a los bufetes de abogados más poderosos de la Argentina, al holding de transporte de la familia Cirigliano, a un Gobierno que tenía prácticamente la suma del poder público. Era impresionante ver, durante el juicio oral, el contraste entre el despliegue de poder de los abogados "importantes" , y Menghini, que llegaba solo, con su autito y su portafolio. Una clásica historia de David contra Goliat, de pobres contra ricos, de desamparados contra poderosos.
El proceso judicial que se abrió tras la tragedia tuvo un desarrollo tan ejemplar que no parece que se hubiera llevado a cabo en la Argentina. La Justicia aquí no suele condenar a poderosos. Cuando les toca juzgarlos, estira eternamente las causas hasta que finalmente los absuelve por prescripción, como ocurrió esta semana con Carlos Menem. Cuando les toca condenarlos, solo lo hace contra personas que ya no están en el poder, y en las pocas excepciones en las que un político paga, el castigo nunca incluye a los empresarios. Por momentos, para dar a entender que está activa, la Justicia detiene a personas que todavía no están condenadas.
En este caso ocurrió todo lo contrario. El juicio duró apenas 5 años y medio. Las primeras condenas fueron emitidas por el tribunal oral cuando todavía estaba en el poder el Gobierno que causó la tragedia. Además de los funcionarios involucrados fueron condenados los integrantes de la conducción de un poderoso grupo económico. Nadie fue detenido hasta que no existió una condena firme.
Esa rara victoria contra la impunidad de una de las peores tragedias ocurridas en la Argentina, sin embargo, no fue celebrada por mucha gente. El grupo de familiares de las víctimas, al que representó Leonardo Menghini, suele agradecer a la gran cantidad de ciudadanos que les expresaron su solidaridad en estos años. Sin embargo, ellos saben lo que les costaba conseguir que un músico, un artista, un director de cine, un periodista, un dirigente de los organismos de derechos humanos, los acompañaran en cada aniversario. Lo mismo sucedió esta semana: la alegría fue íntima y minoritaria. Fue un clásico desde el principio: los familiares de la tragedia de Once debieron luchar contra gente muy poderosa pero también sobreponerse a esa soledad: los músicos, en esos años, preferían tocar en escenarios del poder.
Eso obedeció a un fenómeno bastante evidente que se instaló en la última década y media. Un sector muy relevante de la escena pública argentina, que hasta entonces se había solidarizado con las víctimas de abusos por parte del Estado, decidió abandonarlas. Habían acompañado a los familiares de víctimas de la dictadura militar, a las víctimas del atentado de la AMIA, a familiares de hechos terribles como el asesinato de María Soledad Morales o del soldado Carrasco. Durante quince años, sin emabargo, decidieron que esos ya no eran sus temas.
Antes de la tragedia de Once, ese fenómeno se manifestó, por primera vez, con mucha fuerza, tras el incendio de Cromagnon. En ese entonces, en lugar de acompañar a los familiares que pedían Justicia, muchos actores, dirigentes de derechos humanos, y músicos firmaron solicitadas en defensa del jefe de Gobierno, Aníbal Ibarra. Los familiares de Cromagnon marchaban casi solos. ¿Porque eran pobres? ¿Porque no eran militantes? ¿Porque sus muertes ponían en tela de juicio a "uno de los nuestros"?
Ese doble standard estalló frente a la tragedia de Once. Ese hecho fue tremendo para el gobierno de Cristina Kirchner. Nunca un presidente había recibido tantos avisos de que podía producirse una tragedia. Antes del choque, desde la asunción de Néstor Kirchner hasta el día fatal, se habían producido cuatro rebeliones de usuarios. El lector recordará esos episodios donde tiraban piedras contra locales, incendiaban vagones y estaciones enteras, caminaban furiosos por las vías, mientras la policía reprimía. Esas rebeliones generaron decenas de estremecedores informes televisivos donde se mostraba cómo viajaban los trabajadores de la zona oeste: colgados de los andenes, gateando por los techos o esquivando los sectores de los vagones que no tenían piso, para no caer a las vías o las investigaciones que exhibían cómo temblaban las vías cuando pasaba el tren, o cómo se trababan las señales o cómo se quemaban los tableros eléctricos. Como si todo esto hubiera sido poco, antes de la tragedia, y en este clima, se produjeron accidentes con muchos muertos. El más recordado de ellos fue el de Flores.
Para colmo, la reacción de Cristina fue de una enorme crueldad. Tardó cinco días en aparecer. El día que reapareció, durante un acto en Rosario, miró a sus seguidores y les gritó: "Vamos por todo. Va-mos-por-to-do!!!". Desde que murió su marido, impulsó que se bautizaran con su nombre plazas, puentes, rotondas, centros culturales, escuelas, gimnasios, asentamientos. Algunos muertos, los propios, merecen mausoleos gigantescos Otros, como los muertos de Once, solo silencio. Cristina mantuvo al ministro responsable en su Gobierno hasta el último día. Durante un acto en la estación de Once bromeó: "Apurémonos porque si viene una formación, nos lleva puestos". Designó como su abogado personal a un hombre que había ofendido a las víctimas por su comportamiento en el juicio oral. Y la única vez que habló del tema cargó contra el eslabón más débil, el trabajador de 26 años que conducía la locomotora: "El tren frenó en todas las estaciones anteriores, pero el chofer no accionó el freno. Si vos no frenás, y te estrellás, bueno…".
Ninguna de esas brutales evidencias conmovió a ese sector que se podría denominar progresista. Once, para ellos, era un hecho maldito. ¿Por qué Lucas Menghini Rey, o cualquiera de las otras víctimas, no mereció el trato que años después acompañaría a Milagro Sala, o antes a Carlos Fuentealba, o al "Pocho" Leprati, una de las víctimas de la represión de diciembre de 2001 o a Santiago Maldonado? ¿Dónde están las canciones para ellos, las pintadas con su nombre y su figura en esténcil? Eran trabajadores, no eran militantes, y sus muertes apuntaban contra líderes sentidos como propios por un sector de la cultura "progre". Entonces, se los abandonó. A esa soledad, a esos balbuceos, a esa complicidad, debieron sobreponerse también los familiares de las víctimas.
Ese tipo de actitudes han restado autoridad a quienes antes la tenían. Cuando se selecciona a las víctimas según la conveniencia política, lo que ocurre es que toda declaración se hace sospechosa, oportunista, sienta lo que sienta quien la emite. Ese doble standard se expresa ante múltiples estímulos, como la represión en Venezuela o los casos de corrupción del gobierno kirchnerista. Hay silencio, incomodidad, miradas furtivas. Cuando el culpable es, o parece ser, Mauricio Macri, vuelven aquellos reflejos amputados.
En Once, murieron 52 trabajadores.
La Justicia, afortunadamente, acaba de reparar algo de todo ese dolor.
Tal vez Leonardo Menghini pueda dedicarse ahora a la música. Y un día su beba, Josefina, sabrá que su papá, en defensa de la memoria de quien hubiera sido su primo mayor, hizo algo realmente importante.
Por Ernesto Tenembaum para Infobae
La tragedia de Once cambió su vida. No solo porque entre esos hierros retorcidos murió su sobrino Lucas sino porque, cuando todavía no se habían repuesto del shock, su hermano Paolo y su ex cuñada, María Luján Rey, le pidieron que se especializara en derecho penal y los representara en el juicio que se venía: "No tenemos dinero para pagar un abogado y no confiamos en nadie". Leonardo no lo dudó. La música debería esperar.
Pasaron cinco años y medio. El jueves, finalmente, se enteró que los culpables de la tragedia irían presos. Estaba solo, con su mujer y Josefina, su beba de un año.
-Te felicito- le dijo ella.
A él se le aguaron un poco los ojos.
-Mejor alcanzame el vino.
Al rato, empezó a recibir mensajes de las 50 familias que representó en estos años y ahí sí, la emoción no lo soltó. "Las víctimas de Once eran todos laburantes. Sus familias son pobres. Y no les molesta eso, porque siempre lo fueron. Pero, encima, que la corrupción les mate un hijo, y que nadie pague por eso, era una idea insoportable. No pueden creer que, por una vez, la Justicia haya jugado para el lado de ellos", explicó.
Entre la tragedia y el veredicto, Leonardo Menghini debió enfrentar, casi sin equipo y con muy pocos recursos, a los bufetes de abogados más poderosos de la Argentina, al holding de transporte de la familia Cirigliano, a un Gobierno que tenía prácticamente la suma del poder público. Era impresionante ver, durante el juicio oral, el contraste entre el despliegue de poder de los abogados "importantes" , y Menghini, que llegaba solo, con su autito y su portafolio. Una clásica historia de David contra Goliat, de pobres contra ricos, de desamparados contra poderosos.
El proceso judicial que se abrió tras la tragedia tuvo un desarrollo tan ejemplar que no parece que se hubiera llevado a cabo en la Argentina. La Justicia aquí no suele condenar a poderosos. Cuando les toca juzgarlos, estira eternamente las causas hasta que finalmente los absuelve por prescripción, como ocurrió esta semana con Carlos Menem. Cuando les toca condenarlos, solo lo hace contra personas que ya no están en el poder, y en las pocas excepciones en las que un político paga, el castigo nunca incluye a los empresarios. Por momentos, para dar a entender que está activa, la Justicia detiene a personas que todavía no están condenadas.
En este caso ocurrió todo lo contrario. El juicio duró apenas 5 años y medio. Las primeras condenas fueron emitidas por el tribunal oral cuando todavía estaba en el poder el Gobierno que causó la tragedia. Además de los funcionarios involucrados fueron condenados los integrantes de la conducción de un poderoso grupo económico. Nadie fue detenido hasta que no existió una condena firme.
Esa rara victoria contra la impunidad de una de las peores tragedias ocurridas en la Argentina, sin embargo, no fue celebrada por mucha gente. El grupo de familiares de las víctimas, al que representó Leonardo Menghini, suele agradecer a la gran cantidad de ciudadanos que les expresaron su solidaridad en estos años. Sin embargo, ellos saben lo que les costaba conseguir que un músico, un artista, un director de cine, un periodista, un dirigente de los organismos de derechos humanos, los acompañaran en cada aniversario. Lo mismo sucedió esta semana: la alegría fue íntima y minoritaria. Fue un clásico desde el principio: los familiares de la tragedia de Once debieron luchar contra gente muy poderosa pero también sobreponerse a esa soledad: los músicos, en esos años, preferían tocar en escenarios del poder.
Eso obedeció a un fenómeno bastante evidente que se instaló en la última década y media. Un sector muy relevante de la escena pública argentina, que hasta entonces se había solidarizado con las víctimas de abusos por parte del Estado, decidió abandonarlas. Habían acompañado a los familiares de víctimas de la dictadura militar, a las víctimas del atentado de la AMIA, a familiares de hechos terribles como el asesinato de María Soledad Morales o del soldado Carrasco. Durante quince años, sin emabargo, decidieron que esos ya no eran sus temas.
Antes de la tragedia de Once, ese fenómeno se manifestó, por primera vez, con mucha fuerza, tras el incendio de Cromagnon. En ese entonces, en lugar de acompañar a los familiares que pedían Justicia, muchos actores, dirigentes de derechos humanos, y músicos firmaron solicitadas en defensa del jefe de Gobierno, Aníbal Ibarra. Los familiares de Cromagnon marchaban casi solos. ¿Porque eran pobres? ¿Porque no eran militantes? ¿Porque sus muertes ponían en tela de juicio a "uno de los nuestros"?
Ese doble standard estalló frente a la tragedia de Once. Ese hecho fue tremendo para el gobierno de Cristina Kirchner. Nunca un presidente había recibido tantos avisos de que podía producirse una tragedia. Antes del choque, desde la asunción de Néstor Kirchner hasta el día fatal, se habían producido cuatro rebeliones de usuarios. El lector recordará esos episodios donde tiraban piedras contra locales, incendiaban vagones y estaciones enteras, caminaban furiosos por las vías, mientras la policía reprimía. Esas rebeliones generaron decenas de estremecedores informes televisivos donde se mostraba cómo viajaban los trabajadores de la zona oeste: colgados de los andenes, gateando por los techos o esquivando los sectores de los vagones que no tenían piso, para no caer a las vías o las investigaciones que exhibían cómo temblaban las vías cuando pasaba el tren, o cómo se trababan las señales o cómo se quemaban los tableros eléctricos. Como si todo esto hubiera sido poco, antes de la tragedia, y en este clima, se produjeron accidentes con muchos muertos. El más recordado de ellos fue el de Flores.
Para colmo, la reacción de Cristina fue de una enorme crueldad. Tardó cinco días en aparecer. El día que reapareció, durante un acto en Rosario, miró a sus seguidores y les gritó: "Vamos por todo. Va-mos-por-to-do!!!". Desde que murió su marido, impulsó que se bautizaran con su nombre plazas, puentes, rotondas, centros culturales, escuelas, gimnasios, asentamientos. Algunos muertos, los propios, merecen mausoleos gigantescos Otros, como los muertos de Once, solo silencio. Cristina mantuvo al ministro responsable en su Gobierno hasta el último día. Durante un acto en la estación de Once bromeó: "Apurémonos porque si viene una formación, nos lleva puestos". Designó como su abogado personal a un hombre que había ofendido a las víctimas por su comportamiento en el juicio oral. Y la única vez que habló del tema cargó contra el eslabón más débil, el trabajador de 26 años que conducía la locomotora: "El tren frenó en todas las estaciones anteriores, pero el chofer no accionó el freno. Si vos no frenás, y te estrellás, bueno…".
Ninguna de esas brutales evidencias conmovió a ese sector que se podría denominar progresista. Once, para ellos, era un hecho maldito. ¿Por qué Lucas Menghini Rey, o cualquiera de las otras víctimas, no mereció el trato que años después acompañaría a Milagro Sala, o antes a Carlos Fuentealba, o al "Pocho" Leprati, una de las víctimas de la represión de diciembre de 2001 o a Santiago Maldonado? ¿Dónde están las canciones para ellos, las pintadas con su nombre y su figura en esténcil? Eran trabajadores, no eran militantes, y sus muertes apuntaban contra líderes sentidos como propios por un sector de la cultura "progre". Entonces, se los abandonó. A esa soledad, a esos balbuceos, a esa complicidad, debieron sobreponerse también los familiares de las víctimas.
Ese tipo de actitudes han restado autoridad a quienes antes la tenían. Cuando se selecciona a las víctimas según la conveniencia política, lo que ocurre es que toda declaración se hace sospechosa, oportunista, sienta lo que sienta quien la emite. Ese doble standard se expresa ante múltiples estímulos, como la represión en Venezuela o los casos de corrupción del gobierno kirchnerista. Hay silencio, incomodidad, miradas furtivas. Cuando el culpable es, o parece ser, Mauricio Macri, vuelven aquellos reflejos amputados.
En Once, murieron 52 trabajadores.
La Justicia, afortunadamente, acaba de reparar algo de todo ese dolor.
Tal vez Leonardo Menghini pueda dedicarse ahora a la música. Y un día su beba, Josefina, sabrá que su papá, en defensa de la memoria de quien hubiera sido su primo mayor, hizo algo realmente importante.
Por Ernesto Tenembaum para Infobae
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