No es fácil saber cuántos hombres y mujeres y chicos pasan hambre. Los hambrientos suelen vivir en países difíciles, con Estados que no solo son incapaces de asegurar su alimentación; tampoco tienen los medios para contarlos.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lo intenta: cada año debe anunciar cuántos malnutridos hay en el mundo. Es toda una responsabilidad: en esa cifra se basan percepciones, políticas, programas.
Este martes, la FAO anunció que hay 821 millones de hambrientos; el año pasado habló de 804 millones; en 2016, de 784 millones. Avanza sobre todo en África, donde eran 212 millones en 2014 y este año se calculan 256 millones. Pero avanza también en América Latina, porque los precios de las materias primas que aumentaron la década pasada volvieron a bajar en los mercados globales y los que lo pagan son –casi– siempre los mismos. Así que los 30.800.000 malnutridos de 2014 son ahora 32.300.000; parece una diferencia menor: es un millón y medio de personas.
Es el problema de los números: nos informan, nos alejan. Es fácil verlos y no mirarlos; es fácil no pensar que estos significan que una de cada nueve personas en el mundo no come suficiente porque casi nunca conocemos a esas personas. Por eso, probablemente, el hambre sigue siendo el horror solucionable que menos nos importa: mata más que cualquier enfermedad pero siempre ataca a otros, a esos que no terminamos de pensar como “nosotros”.
Es probable que el nuevo informe de la FAO suscite controversias: le suele suceder. Alguna vez las produjo por la forma en que actualizaba las cifras de la malnutrición; ahora se podría discutir cómo las justifica. La FAO no solo censa el hambre; también maneja programas para combatirlo.
El año pasado, cuando debió reconocer que había vuelto a aumentar, dijo que la razón central fueron los “conflictos”. Argumentó que más del 60 por ciento de los malnutridos vivía en países “en conflicto”; para eso, incluyó como tales a la India, Rusia, Turquía o Tailandia —que no están particularmente sacudidos por las guerras—.
El cambio climático era la otra causa fuerte. Pero, según su propio informe, en 2016 hubo un 30 por ciento menos de desastres naturales que en 2006, cuando el hambre bajaba. Y, sobre todo: el cambio climático es un fenómeno global, pero en los países ricos el hambre sigue disminuyendo. Parece como si el clima, tan clasista, se encarnizara con los pobres.
Las causas principales del hambre no son esas emergencias, climáticas o bélicas. La inmensa mayoría de los hambrientos del mundo no lo son por males transitorios: llevan generaciones y generaciones de alimentarse poco. La mayoría no pasa hambre por una situación extraordinaria, coyuntural; lo pasa porque vive —como sus padres, sus abuelos— en un mundo organizado para que algunos tengan mucho y otros, por lo tanto, demasiado poco.
Hay 821 millones de pobres que no comen lo suficiente porque la producción global de alimentos está estructurada para satisfacer a los mercados desarrollados, para concentrar en ellos la riqueza alimentaria. Hace tres o cuatro décadas sucedió el hecho histórico más importante que la historia no registró: por primera vez en miles y miles de años la humanidad fue capaz de producir comida suficiente para todos. Sigue siéndolo: este mundo produce comida que alcanzaría para 12.000 millones de personas; también produce casi mil millones de personas que no consiguen comprar esa comida. En este mundo no hay escasez de alimentos; hay escasez de dinero para comprarlos.
Con cucharas en mano, un grupo de niños espera la sopa en Garupá, un municipio de la provincia de Misiones, en Argentina. La fotografía es de diciembre de 2002, año en el que siete de cada diez niños en el municipio sufría malnutrición. CreditNatacha Pisarenko/AP Photo
La concentración de la riqueza alimentaria se entiende mejor cuando se ve que un país como la Argentina, que se dedica a producir alimentos, que podría alimentar a 300 millones de personas, tiene más de dos millones de malnutridos —porque su enorme producción de granos está pensada para engordar chanchos chinos—. La fabricación de carne expone con claridad el mecanismo. Para producir un kilo de carne se necesitan diez kilos de cereal: cuando un productor tiene diez kilos de cereal —seamos esquemáticos— puede vendérselos a diez familias que comerán un kilo cada una o a un ganadero que se los dará a sus cerdos o vacas para producir un kilo de carne que venderá —más caro— a una o dos familias. Si se hace carne, muchos harán dinero en el proceso: el productor de granos, la cerealera que los exportará, la naviera que los transportará, el ganadero que se los dará a sus animales, el mayorista que le comprará la carne, el transportista que la distribuirá, el carnicero que la venderá. Y algunos, mientras, se quedarán sin comer.
El ejemplo de Níger lo explica de otro modo. Níger es uno de los países más pobres del mundo; algunos definen su situación como “hambre estructural” —para decir, sin decirlo, que es inevitable—. Y quien vea sus campos secos, pobres, lo creerá. Hasta que se entere de que Níger es, también, el segundo productor mundial de uranio. Con parte de ese mineral se podría montar la infraestructura —riegos, tractores, fertilizantes, depósitos, caminos— necesaria para mejorar los campos y conseguir que los nigerinos coman todos los días. Pero dos corporaciones, una china y una francesa, se llevan el uranio, así que en Niamey no queda plata para veleidades. Esa hambre estructural responde a otras estructuras: no la de la agricultura local, sino la del sistema económico global.
Son solo dos ejemplos. Los mecanismos de concentración de la riqueza alimentaria son numerosos, eficaces, y se confunden con la normalidad de nuestras sociedades. Por eso sus efectos son tan amplios, tan graves. Y por eso las soluciones asistenciales son parches sin futuro. Los cambios necesarios para que todos los hombres y mujeres y chicos del mundo coman lo que necesitan son varios y profundos, pero dependen de uno solo: que su hambre nos importe.
Cuando lo pienso, recuerdo a los ecologistas de mi facultad parisina hace ya más de cuarenta años: eran pocos, nadie los escuchaba. Pero ellos y todos sus compañeros siguieron insistiendo e impusieron la cuestión medioambiental como un punto central de las agendas públicas. La cuestión del hambre —el hecho intolerable de que una persona de cada nueve no coma suficiente— podría ocupar un lugar semejante. Para eso, la única condición ineludible es que queramos.
Martín Caparrós para The New York Times en Español
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lo intenta: cada año debe anunciar cuántos malnutridos hay en el mundo. Es toda una responsabilidad: en esa cifra se basan percepciones, políticas, programas.
Este martes, la FAO anunció que hay 821 millones de hambrientos; el año pasado habló de 804 millones; en 2016, de 784 millones. Avanza sobre todo en África, donde eran 212 millones en 2014 y este año se calculan 256 millones. Pero avanza también en América Latina, porque los precios de las materias primas que aumentaron la década pasada volvieron a bajar en los mercados globales y los que lo pagan son –casi– siempre los mismos. Así que los 30.800.000 malnutridos de 2014 son ahora 32.300.000; parece una diferencia menor: es un millón y medio de personas.
Es el problema de los números: nos informan, nos alejan. Es fácil verlos y no mirarlos; es fácil no pensar que estos significan que una de cada nueve personas en el mundo no come suficiente porque casi nunca conocemos a esas personas. Por eso, probablemente, el hambre sigue siendo el horror solucionable que menos nos importa: mata más que cualquier enfermedad pero siempre ataca a otros, a esos que no terminamos de pensar como “nosotros”.
Es probable que el nuevo informe de la FAO suscite controversias: le suele suceder. Alguna vez las produjo por la forma en que actualizaba las cifras de la malnutrición; ahora se podría discutir cómo las justifica. La FAO no solo censa el hambre; también maneja programas para combatirlo.
El año pasado, cuando debió reconocer que había vuelto a aumentar, dijo que la razón central fueron los “conflictos”. Argumentó que más del 60 por ciento de los malnutridos vivía en países “en conflicto”; para eso, incluyó como tales a la India, Rusia, Turquía o Tailandia —que no están particularmente sacudidos por las guerras—.
El cambio climático era la otra causa fuerte. Pero, según su propio informe, en 2016 hubo un 30 por ciento menos de desastres naturales que en 2006, cuando el hambre bajaba. Y, sobre todo: el cambio climático es un fenómeno global, pero en los países ricos el hambre sigue disminuyendo. Parece como si el clima, tan clasista, se encarnizara con los pobres.
Las causas principales del hambre no son esas emergencias, climáticas o bélicas. La inmensa mayoría de los hambrientos del mundo no lo son por males transitorios: llevan generaciones y generaciones de alimentarse poco. La mayoría no pasa hambre por una situación extraordinaria, coyuntural; lo pasa porque vive —como sus padres, sus abuelos— en un mundo organizado para que algunos tengan mucho y otros, por lo tanto, demasiado poco.
Hay 821 millones de pobres que no comen lo suficiente porque la producción global de alimentos está estructurada para satisfacer a los mercados desarrollados, para concentrar en ellos la riqueza alimentaria. Hace tres o cuatro décadas sucedió el hecho histórico más importante que la historia no registró: por primera vez en miles y miles de años la humanidad fue capaz de producir comida suficiente para todos. Sigue siéndolo: este mundo produce comida que alcanzaría para 12.000 millones de personas; también produce casi mil millones de personas que no consiguen comprar esa comida. En este mundo no hay escasez de alimentos; hay escasez de dinero para comprarlos.
Con cucharas en mano, un grupo de niños espera la sopa en Garupá, un municipio de la provincia de Misiones, en Argentina. La fotografía es de diciembre de 2002, año en el que siete de cada diez niños en el municipio sufría malnutrición. CreditNatacha Pisarenko/AP Photo
La concentración de la riqueza alimentaria se entiende mejor cuando se ve que un país como la Argentina, que se dedica a producir alimentos, que podría alimentar a 300 millones de personas, tiene más de dos millones de malnutridos —porque su enorme producción de granos está pensada para engordar chanchos chinos—. La fabricación de carne expone con claridad el mecanismo. Para producir un kilo de carne se necesitan diez kilos de cereal: cuando un productor tiene diez kilos de cereal —seamos esquemáticos— puede vendérselos a diez familias que comerán un kilo cada una o a un ganadero que se los dará a sus cerdos o vacas para producir un kilo de carne que venderá —más caro— a una o dos familias. Si se hace carne, muchos harán dinero en el proceso: el productor de granos, la cerealera que los exportará, la naviera que los transportará, el ganadero que se los dará a sus animales, el mayorista que le comprará la carne, el transportista que la distribuirá, el carnicero que la venderá. Y algunos, mientras, se quedarán sin comer.
El ejemplo de Níger lo explica de otro modo. Níger es uno de los países más pobres del mundo; algunos definen su situación como “hambre estructural” —para decir, sin decirlo, que es inevitable—. Y quien vea sus campos secos, pobres, lo creerá. Hasta que se entere de que Níger es, también, el segundo productor mundial de uranio. Con parte de ese mineral se podría montar la infraestructura —riegos, tractores, fertilizantes, depósitos, caminos— necesaria para mejorar los campos y conseguir que los nigerinos coman todos los días. Pero dos corporaciones, una china y una francesa, se llevan el uranio, así que en Niamey no queda plata para veleidades. Esa hambre estructural responde a otras estructuras: no la de la agricultura local, sino la del sistema económico global.
Son solo dos ejemplos. Los mecanismos de concentración de la riqueza alimentaria son numerosos, eficaces, y se confunden con la normalidad de nuestras sociedades. Por eso sus efectos son tan amplios, tan graves. Y por eso las soluciones asistenciales son parches sin futuro. Los cambios necesarios para que todos los hombres y mujeres y chicos del mundo coman lo que necesitan son varios y profundos, pero dependen de uno solo: que su hambre nos importe.
Cuando lo pienso, recuerdo a los ecologistas de mi facultad parisina hace ya más de cuarenta años: eran pocos, nadie los escuchaba. Pero ellos y todos sus compañeros siguieron insistiendo e impusieron la cuestión medioambiental como un punto central de las agendas públicas. La cuestión del hambre —el hecho intolerable de que una persona de cada nueve no coma suficiente— podría ocupar un lugar semejante. Para eso, la única condición ineludible es que queramos.
Martín Caparrós para The New York Times en Español
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