Matías es operario de una gran fábrica en Córdoba. Hay días en que trabaja hasta 12 horas. Vuelve a su casa reventado. Pero no consigue llegar a fin de mes sin tener que adelantar extracciones del banco.
Paga mucho en intereses, pero parece no importarle.
Paga mucho en intereses, pero parece no importarle.
María de los Ángeles renunció hace tiempo a salir a comer o a bailar con Matías, como hacen otras parejas de su edad (32 años).
Más de la mitad de sus ingresos se les va en la cuota del crédito de la vivienda.
Matías suele hacer horas extras para juntar un poco más a fin de mes. Y cuando está en su casa tiene que poner zócalos, revestir el baño o armar de a poco el asador que sueña con tener en el patio.
María es instructora de Pilates, pero cobra todo de manera informal. Lo que gana alcanza para pagar la cuota de la escuela privada a la que mandan a su hija (790 pesos) y algo de comida. Pero esa comida incluye cada vez menos carne, por lo que a Matías ya no lo entusiasma tanto construir el asador.
Ella se acuesta todos los días angustiada, él quisiera invitarla a cenar. Pero lamentablemente no llegan.
Nuevas clases sociales
En las últimas décadas surgieron en Argentina novedosas categorías sociológicas que intentan describir nuevas realidades políticas, económicas y culturales: los precarizados, la Generación Y, los excluidos, los “ni-ni” o los piqueteros.
Sin embargo, existe un numeroso grupo cuyo estatus social no tiene nombre y que raramente es reconocido como clase social por el Estado o por el resto de la sociedad. A pesar de ser muchos, son casi invisibles. Como María de los Ángeles y como Matías.
Los “invisibles” son personas cuyo nivel socioeconómico los ubica por encima de los pobres y por debajo de la clase media, o de lo que queda de ella.
Si los pobres son el estrato social más bajo de la Argentina –¿alrededor del 25 por ciento?–, este grupo se ubicaría en el estrato inmediato superior: casi un 30 por ciento de argentinos que se ubican entre el 25 por ciento y el 55 por ciento de la pirámide socioeconómica.
Están en una especie de limbo social, económico y político.
“No hay a quién quejarse, a quién acudir”, suspira María, cuando explica cómo la inflación los mata de a poco. Les come el sueldo. Les impide terminar su casa. Les dificulta pagarla.
Cómo son
Este numeroso grupo social (serían entre 12 y 14 millones de personas) no son pobres porque tienen sus necesidades básicas cubiertas, y un poco más.
Los invisibles tienen casa propia o alquilada en un barrio de trazado regular –la casa que pagan María y Matías está cerca de barrio Las Lilas, en el sudeste de la ciudad de Córdoba–, tienen movilidad propia aunque con algunos años –un modelo 2008– y acceden a todos los servicios básicos como agua potable, electricidad, transporte, etcétera. Aunque cada vez más caros y de peor calidad.
También tienen educación y salud. Pero ojo: a pesar de que a Matías le descuentan del sueldo la cuota de una reconocida obra social privada para su familia, María tuvo que pagar dos veces “en negro” a los médicos por unas cirugías menores.
Estas características los hacen no elegibles para ningún tipo de ayuda estatal: ni planes sociales, ni subsidios, ni asignaciones especiales.
Mucho trabajo
y angustia
Los invisibles trabajan, y mucho. Empleados de comercio, obreros de la construcción, empleadas domésticas, operarios, peones rurales otelemarketers pueden combinar trabajos formales, trabajos en negro, rebusques y changas al tiempo que agudizan el ingenio para estirar el poder adquisitivo de los cada vez más retrasados ingresos.
El ingreso monetario de las familias invisibles las ubica por encima de las líneas de pobreza que traza el Gobierno y también por encima del salario mínimo vital y móvil (6.660 pesos). El problema es que los invisibles trabajan mucho y llegan a fin de mes para cubrir lo que necesitan, pero rara vez lo que desean.
“Necesitamos respirar un poco”, es todo lo que pide María. Como ella, los invisibles viven en un precario equilibrio económico y, por ende, emocional. Un evento fortuito como una enfermedad grave, un accidente de tránsito, un divorcio o la pérdida de un trabajo puede representar la caída total.
Pautas culturales
Las personas que forman parte de esta nueva clase social tienen las pautas culturales, los hábitos y las costumbres de la vieja clase media argentina. Por ejemplo, que sus hijos tengan estudios universitarios. “Hay que invertir en educación. Por lo menos eso”, dice María cuando cuenta que no sabe cómo hará para pagar la cuota de ambos cuando el más chico ingrese al jardín.
Ella tiene expectativas de progreso material y social, de salir de vacaciones, de ir al cine y de hacer todo lo que hacía la clase media argentina en la segunda mitad del siglo pasado. La diferencia entre eso y lo que efectivamente consigue como resultado de su esfuerzo diario es grande, y puede volverse intolerable.
La clase media progresa, ellos aguantan.
Claves para entender quiénes son
Vivienda. Tienen casa propia en barrio regular o alquilan de modo legal y formal.
Empleo. Tienen trabajo. De hecho, trabajan muchísimo.
Servicios. Tienen educación y salud. Pero de mala calidad.
Ayuda. No tienen planes sociales, ni subsidios, ni ayuda estatal.
Necesidad. Llegan a fin de mes a cubrir las necesidades, pero no los deseos.
Expectativas. Tienen pautas culturales de clase media, aunque el ingreso no las cubre.
Ocio. Tienen muy poco tiempo libre. Han recortado el esparcimiento.
Por Edgardo Litvinoff y Martín Maldonado para La Voz
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