El triste vuelo de un pañuelo blanco

El jueves pasado, en la histórica plaza de Mayo, una octogenaria robusta, enfática, con una respiración de asmática crónica y la cabeza cubierta con el emblemático pañuelo blanco, insultaba, como quien dice, a Dios y María Santísima. Mauricio Macri, por ejemplo, era un hijo de puta, o una mierda. José López, el hombre que manejó la obra pública kirchnerista y fue descubierto cuando escondía en un convento bolsas repletas de billetes, era otra mierda, un infiltrado.


Y la mejor parte se la llevó el juez Martínez de Giorgi, que acababa de citar a esa mujer por un escándalo de corrupción. “No voy a ir. Es otro hijo de puta. Que se meta la citación en el orto” (orto es el argentinismo más vulgar para referirse al trasero). El episodio puede ser el paso previo para que esa mujer sea detenida. Sería un hecho tristísimo porque se trata de Hebe de Bonafini, la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo, ese símbolo universal de resistencia, una mujer que fue heroica, y sin la cual la democracia argentina no sería lo que es. Entre aquella heroína y la imputada de hoy hay una historia de 40 años, que sería inverosímil de no ser cierta.


A mediados de los setenta, Bonafini era un ama de casa feliz, de una familia de clase media baja, con dos hijos universitarios, militantes de un pequeño partido de izquierda. Meses después del golpe de Estado, sus hijos desaparecieron y fue de las primeras en sumarse al grupo de mujeres que, aterradas, empezaron a reclamar justicia. Desde que su primera líder, Azucena Villaflor, cayó también en las garras militares, Bonafini es la presidenta de la organización. En la memoria de una generación, todavía figuran las entrañables fotos en blanco y negro donde ella sola se metía entre los encabritados caballos de la policía que intentaban impedir que protestara en la plaza de Mayo.

Desde entonces, pasó de todo. El regreso de la democracia la encontró rodeada de multitudes y de una enorme legitimidad internacional. Ella decidió no negociar nunca y nada. Las cosas eran sencillas: habría Justicia o impunidad. Su lugar era la calle. Allí resistió al presidente Raúl Alfonsín y su idea de juzgar a los mandos jerárquicos de la dictadura y perdonar a los subordinados para garantizar la transición. Y también a Carlos Menem, su sucesor, que indultó a todos y generó una presión social enorme contra la impunidad.

En todos esos años, el movimiento de derechos humanos se dividió. La democracia ofrecía opciones de negociación o de grados o simplemente de estilo. Y cada referente eligió una u otra vía. Cada jueves Bonafini se presentaba en la plaza, con la más certera de sus armas: el pañuelo blanco y su intransigencia. Mientras tanto, desarrollaba un estilo un tanto intolerante con los disidentes. Su momento más controvertido fue cuando dijo que brindaba con champagne por la caída de las torres gemelas. Un periodista la criticó y ella explicó que no tenía derecho a hablar porque era judío. A las víctimas y a los héroes, muchas veces, se les tolera la crueldad, y eso pasó como si tal cosa.

En 2003, Néstor Kirchner llegó a la Casa Rosada y la invitó a su oficina. Ella se sintió por primera vez aceptada por un presidente. Los juicios a los militares recomenzaron y Bonafini, la más rebelde, decidió por primera vez defender a un Gobierno. Lo hizo con la pasión y la agresividad de siempre, como si cualquier diferencia fuera una herejía. Y lo peor es que con el poder llegó el dinero. Kirchner le entregaría cientos de millones a una fundación presidida por ella para que construyera viviendas sociales. El encargado de administrar la plata sería la mano derecha de Bonafini, Sergio Schocklender, un hombre que, en su juventud, había sido condenado por parricida. La madre de dos hijos asesinados y el asesino de sus propios padres formaban un curioso dúo.

Terminó todo horrible. Hasta el día de hoy el uno acusa al otro de haber hecho desaparecer casi 15 millones de dólares. A ambos, y a los funcionarios que les derivaban el dinero, la justicia acaba de citarlos a declarar como sospechosos: el pañuelo blanco en el banquillo de los acusados no es una imagen sencilla de elaborar.

En los últimos tiempos de su Gobierno, Cristina Kirchner designó como jefe del Ejército a un general denunciado por haber desaparecido y torturado detenidos. Bonafini lo defendió, se abrazó a él y, en una muestra del grado de inhumanidad al que había llegado, aisló a los familiares de las víctimas.

La Argentina es el único país en la historia cuya democracia puso entre rejas a los represores. Sin ella, la heroína de entonces, eso no hubiera ocurrido. Cuesta entender, realmente, por qué las cosas se transforman de esta manera.

Ahora, Bonafini volvió a la intransigencia. Por eso dice que Macri es un hijo de puta, o un hijo de remil putas, por si quedaran dudas. El juez deberá decidir si la lleva a declarar por la fuerza o si le permite el desplante.

ERNESTO TENEMBAUM - 22 JUN 2016


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